La nonna
Josefina tenía veintiocho años y se sentía vieja. Se llamaba Josefina, pero todos la conocían como “Chicha”, aunque yo le decía, simplemente “nonna”.
Tenía dos hijas y se había casado con un hombre diez años mayor que ella. Se conocieron en Arroyo Seco cuando Josefina cumplió apenas quince años, en un baile de esos que tenían las sillas dispuestas en círculo.
Nadie le dijo que podía estudiar o que podía ir a la escuela. En su lugar, se dedicó al corte y a la confección para ser modista, profesión a la que aspiraban muchas mujeres de su misma generación. Era eso o ir a la fábrica.
Aprendió a cocinar en la humildad de su hogar y muchos secretos de la famosa cocina italiana del inmigrante se los heredó su madre, la señora Rosa. Josefina tenía una mano exquisita para la cocina, habilidad que fue explotada en Buenos Aires, en el restaurante que abrió en plena capital; y destreza que luego, también, la heredarían sus hijas.
Yo nunca la escuché hablar en italiano aunque mi mamá me cuenta que hablaba, para que ella no entendiera, de cosas que siempre serían un secreto, como ella misma, como Josefina, una mujer joven pero con el alma vieja. Siempre se sintió vieja.
Un día, habían ido al río y ella no se animaba a ponerse un traje de baño como la gente: todo cerrado, todo negro, avejentado. De alguna manera, sentía que le correspondía: las mujeres debían vestir recatadas, sin ostentar y sin llamar la atención.
Yo creo que si Josefina hubiera tenido la oportunidad de estudiar, habría podido sentirse más joven. Hubiera sido, sin duda, la mejor ingeniera, abogada, o profesora, porque tenía esa calidad para hablar y para hacerse entender tan propia que hasta el mejor orador la envidiaría.
Pero no, la costura y la máquina de coser habían sido sus únicas maestras, las que guiaron un estilo de vida casero: la vida se redujo a la casa y a la familia. Si el hogar quedaba solo, allí, sobre Roque Sáenz Peña, ella no podía salir. Siempre tenía que haber alguien en la casa, casa que ahora, después de tantos años, habita gente desconocida.
Sin embargo, esto no era lo peor, lo peor era que se sentía vieja. ¡Una mujer joven, llena de vida, con tantas virtudes! ¿Por qué iba a sentirse vieja?
A las cero horas del nueve de mayo de 1980, atestiguó la primera transmisión de televisión a color. ¡Sus ojos claros lo habían visto todo! Pero le quedó tanto por ver. Si no se hubiera sentido tan vieja, si hubiera sabido que la mujer podía vestirse de otra forma, podía arreglarse y podía vivir libre, seguramente hubiera vivido más tiempo.
No sé qué tanto de verdad tiene esa frase que dice: “todos somos jóvenes, hasta que nos morimos”, pero Josefina no pensaba así. ¡Si viera la libertad que tiene la mujer hoy en día! ¡Si hubiera vivido un poco más para verlo! ¡Para ir al río San Javier o al Salado, con una bikini o con una malla de colores! Pero ella se sentía vieja y no solo eso, se sentía una “mujer vieja”, aunque falleció joven, no llegando a cumplir los ochenta años
A pesar de todo, yo sabía que mi abuela, la nonna como le decíamos, tenía plena consciencia de su papel de mujer, de su protagonismo y de su defensa en todos los ámbitos de la vida.
Me acuerdo que, en una oportunidad, me animé a contarle que el chico con el que estaba saliendo me había dicho que me operara la nariz, porque tenía la nariz grande y me veía fea. Se lo conté, disconforme, como echándome la culpa por tener algo en mi rostro que a otra persona le disgustaba. Tiempo después, el pobre tipo no quiso salir más conmigo y yo le fui a contar. Ella me respondió, con la sabiduría antigua que siempre tuvo:
—Mejor, mi amor, que se vaya. Y vos sabés que eso que me contaste, que él te dijo que quería que te operaras. Eso, —me reveló, sorprendida—se llama violencia. Violencia de género o no sé cómo le dicen hoy en día.
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