Muchas gracias México, por hacerme nuevamente un poco parte de su hermosa cultura.
TANATOMICROBIOMA O MEMENTO MORI
—Falleció, lo atropellaron hace un mes. Me avisó el tejido linfático.
Dos microorganismos de la flora intestinal, los más mínimos del cuerpo, hablaban por teléfono y se comunicaban la lamentable noticia.
—Los órganos mayores fueron los primeros en enterarse— lloraba la célula—. Ahora, solo queda esperar las órdenes del cerebro. El corazón no ha vuelto a hablar.
Todos los huesos, enzimas, plaquetas y ácidos tenían, en el tejido conectivo de su hogar, una foto enmarcada del hijo perdido. Cada uno había hecho su propio altar doméstico, en la intimidad de la homeostasis. Se fueron enterando, a destiempo, hasta que todo el cuerpo enfermó mientras encendían velas al difunto y colocaban crisantemos nerviosos a su recuerdo. Inclinado levemente hacia la izquierda del esternón, el sistema circulatorio había levantado el más hermoso de los altares.
Fue, después de una larga lucha contra el dolor, que el cerebro se despidió noblemente y les aseguró que los vería de nuevo.
—No tengan miedo—animó desde los balcones del Palacio del Cráneo—. Nosotros estamos preparados para este momento. Ya sabemos qué hacer. No tengan miedo— insistió—. ¡Todos aquí tenemos un alma!
—¿Y qué se supone que haremos?—se desesperaron los órganos—. ¿A quién le rezamos?
Segundos después, el infarto de miocardio detuvo el flujo sanguíneo y los órganos que habían iniciado el cuerpo, fueron los primeros en irse. El corazón, la médula y el cerebro, despertaron inmediatamente en otro lugar que parecía ser el campus de la universidad en donde habían estudiado para recibirse de seres humanos. Una soledad extraña los recibió.
—Allí está el aula de simulación— señaló la médula—donde practicábamos para la muerte—. Y del otro lado…
—Está la del nacimiento—completó el cerebro—. ¿Deberíamos ir allí?
El silencio fue interrumpido por una guitarra que les cortó el aliento y una melodía, les llegó cada vez más cercana:
“Ay, de mi llorona, llorona de azul celeste”.
Los tres órganos se apresuraron inquietos hacia donde guiaba la enternecedora canción: un camino de cirios encendidos los encandiló y un enorme arco de caña y de flores dividió los mundos. Bajo él, un desfile supremo, nunca antes visto en vida, los invitó a formar parte.
—Hoy—se escuchó por un micrófono—la sede de la universidad en donde estudiaron nuestros órganos, acompañará el “Día de muertos”, la fiesta en donde nos reunimos con nuestros seres queridos.
“Dos besos llevo en el alma llorona, que no se apartan de mí: el último de mi madre, llorona y el primero que te di”, se escuchó.
El sistema músculo-esquelético, junto con un millar de catrinas orgullosas, encabezó la infinita comitiva.
—Todos los muertos. ¡Todos! De todos los reinos— presentó el locutor— de todas las especies. ¡Miren quién va ahí!—señaló—. ¡Es Apis, la abeja, que ha descendido! ¡El héroe ha jurado volver con cada una de las flores que hemos cortado!
Los lirios y calas marchitas volvían a florecen, bajo la luz nueva de los cirios.
—¡Y miren quién está acompañándonos!— continuó—. ¡Es Prunus, el almendro milenario! ¡Ah venido a buscar el alma de su amado! ¡Ha venido a buscar a la abeja que se le ha muerto! ¡Va más adelante!—le señaló.
Los tres órganos se ubicaron entre el público, hasta que el corazón vio una mano conocida y volvió a hablar, después de tanto tiempo.
—¡Es él!—gritó, mientras indicaba con sus aortas una pequeña mano—. ¡Es él! ¡Lo reconozco!
El hijo que todos habían perdido se volvió a aparecer ante ellos de la forma más majestuosa posible.
—“¡El último de mi madre, llorona y el primero que te di!”— entonó el cantante, cuya voz acompañó el conmovedor reencuentro.
Con la misma emoción, padres, hijos, abuelos y nietos de todas las generaciones volvían a abrazarse y a recordarse.
—¡Ahora, desfilarán las calaveritas!—presentó el locutor—. ¡Y más atrás, vienen las almas con sus varas de tejocote!
Así, en otro de los planos, los difuntos revivían cada día en el corazón de quienes habían amado. Había tantas rosas y girasoles que el Campo Santo parecía el más bello de los jardines y, a pesar de estar cortadas, aún vivían, ¡aún cantaban a la vida y la honraban!
Las abejas, las mismas que después bajarían al mundo de los muertos para recobrar sus perfumes, se acercaron fieles, a polinizarlas. Todo crecía y volvía de otra forma para nunca perderse.
—“No sé lo que tienen las flores, llorona”— continuó el cantante.
De a poco, los demás órganos, huesos y tejidos fueron llegando. Cada uno recibió su corona de cempasúchil y la bendición, además del abrazo tan esperado del hijo a quien habían vuelto a ver solo en el más feliz de los sueños.
El cerebro tenía razón: todos allí tenían un alma que merecía la eternidad.