REFLEJOS
La oscuridad de todas las vértebras ha nacido en el aire,
en la sospecha de ese rostro desaparecido que forma parte de la guerra,
de las bombas y de los gritos que escapan del miedo a perder la patria.
La imagen se dispersa, unívoca y sobreseída de sedimentos:
pólvora, arena, arcilla y socorros se debaten en su incensurable cerebro alado.
El espejo me desenfoca, me devuelve las bestias y los tulipanes,
es un cuasi-reflejo y yo soy el verbo pronominal;
soy le herida de una gramática vulnerada, sedienta de versos sin rima
que esparcen su destrucción libre llena de espacios en blanco y de rastros apresurados.
Cuando se despierte el mundo, abriré la lengua y saldrán los epílogos, veré
cómo le sale sangre a la palabra porque le han robado el corazón a la ausencia
y a esa familia que ha perdido a sus hijas.
Yo, con la voz intemperante, con el incendio de mi rostro hecho ventana
y caparazón sonámbulo voy a olvidar todas las formas esclavas de la luz,
que ahora, ajena, no me contesta; se desentiende de la tragedia
y me desconoce aquí, en la intimidad del olvido.
Mi espejo inédito se ha ido a vivir al aire; teme que, en cualquier momento,
la tierra se parta en dos y la grieta, consonante de despedidas,
devore la voz de los poetas, de los soldados caídos y de los inocentes.
¿Con qué autoridad le pido que regrese?
La dejé volar, la dejé perderse y la dejé ser herida abiertayderrota:
se ha ido como aquellos niños que nunca encontraron, se ha ido
como el sueño de volverme mujer, ácido y ardiente secreto.
No reconozco mis propios ojos cerrados, el retrato birlador me desencaja
todas las estrellas del iris desvelado hecho aljibe, me dispersa los museos de mis labios
desencontrados en un beso batiente y me desnivela el vuelo,
carnaval de alas desinteresadas, como si me premiara, con la caída,
con ese detener de abetos blancos bajo el sol de la tarde quieta.
El reflejo insiste en que ha nacido en la soledad del aire:
desde allí quiere desbandarse y desmerecer el vértigo de un vuelo contrariado.
—¡No saltes!— me grito, sin saber ya mi lenguaje.
No hubo banderas que detuvieran el tiempo frío de la cicatriz
y la caída se escuchó, desde la altura impía, como un disparo,
como el tambor que ajustó cada una de las sílabas de tu nombre.
La lágrima sagrada, urgente de paraísos etéreos, se volvió el silencio
de esas palabras quizás soñadas o desacostumbradas a la boca,
y se clavó en mi inmensidad como una espada que nunca ha visto el cielo.