UN CUENTO CHINO A LA ORILLA DEL AGUA
“No. Nadie recuerda lo que sucedió hace tanto tiempo. El universo es creado cada cinco minutos.” Cartas Marcadas. Alejandro Dolina
Toma#1
El reino de Lisuan-tú disponía, podría decirse, de una manera violentamente dulce y desde la dinastía Mainsu-to de leyes salvajes que regían o, más bien, hacían del bienestar ciudadano el más severo de los derechos con que podía contar un reino de tales, vamos a llamarle, “necesidades”. Pero antes de comenzar la narración, y para los que no han recorrido la China del siglo XVII, ya sea por falta de imaginación o por ser blanco fácil de la Santa Inquisición en aquella época; me es necesario aclarar que el reino de Lisuan-tú era una isla aledaña a lo que actualmente se llama Hainan, el caribe Chino, y cuyas fronteras marinas limitan con las actuales Vietman y Tailandia. La ubicación es de suma importancia por la siguiente causa, que tendrá más de un motivo de discusión: los habitantes de Lisuan- tú estaban completamente aislados del resto de los reinos, vivían encerrados sin posibilidades de ver más allá de las costas amarillas y de los pescadores. La vida terminaba en sus orillas. Y así confiaban en una existencia, digámosle, extraña, digámosle, mecánica, que necesitará de más de un testigo que como yo, se atreva a pisar sus costas. Durante mis viajes, decidí permanecer por breve tiempo en el reino, dado el gran espanto que produjeron en mí las costumbres inusuales de dicha comunidad.
Lisuan- tú, más allá de la economía marítima de excelente calidad, puedo confirmarlo por su forma de cocinar la Totoaba, vivían (Y pido al lector que antes de seguir leyendo se tome un breve descanso: mire a su alrededor un instante; busque qué es la Totoaba; hable con algún amigo que, si es posible, esté a una distancia cercana; o abra la ventana y observe el día, o de ser necesario, la noche…todo esto para neutralizar la siguiente información que voy a revelarle. Ahora regrese a la lectura del segundo párrafo desde el primer Lisuan-tú y lea, por voluntad propia, esta extraña mutación de vida anacrónica y su más maravillosa diversidad sin, para que no sea abrupta la lectura, prestarle atención al contenido entre paréntesis que ahora parecerá insignificante) en un proceso permanente e infernal de lo que se llamará posteriormente posproducción de montaje y edición de vídeo. Pasaré a explicar lo que esto significa, pero con breves anécdotas (o para ser más específico “secuencias”) que se extienden a situaciones similares.
Una vez vi a Minyú, uno de los hábiles cocineros de la Totoaba y amigo mío (me brindó su casa al principio y luego me ayudó a reinstalarme), caminando tranquilamente por la calle y, de repente, tropezó con tal mala suerte que se rompió la nariz. Fue allí que, ante mi corrida para socorrerlo, apareció un Director (a la manera de los directores de cine actuales junto con todo su séquito de asistentes de dirección; a veces, de ser necesario, también se contrataba un público y algunas butacas) y le gritó ¡Corte! al pobre Minyú que yacía sangrando en el suelo y se veía obligado a levantarse tras las miradas acusadoras del director. Ahora Minyú, que ya no caminaba tranquilamente por la calle, debía parar, hablar brevemente con el director y continuar su camino al restaurante tras la orden de ¡Acción!, obviamente sin tropiezos y limpiándose la sangre que le ultrajaba el fino uniforme de trabajo (tal como escuché que le gritó después el Director) mientras las cámaras lo escoltaban.
Otro día, un martes cercano al crepúsculo en Lisuan-tú, yo había sido invitado a una cena aristocrática cuando, por una de las ventanas de la enorme mansión vi a un caballero enamorado que se le declaraba a una bella dama en el jardín privado de Qing Hui Yuan, (generalmente este tipo de declaraciones se realizaban, con previo permiso, en los hermosos jardines del palacio, solo y exclusivamente si el amante era correspondido). Sucedió que el joven, dado el nerviosismo por la exposición, tartamudeó y olvidó su discurso al tiempo que parecía ascender del mismo infierno el Director y su séquito. Aquel gritaba repudiándolo con agresivo profesionalismo: “¡Corte! ¡Corte! ¿Otra vez te olvidaste las líneas? ¡Las practicamos mil veces!” Es así que, mientras la joven reía, el caballero, quizás un poco menos enamorado que antes, recibía los consejos del director dispuesto a memorizar las líneas olvidadas. Alguien me habló en medio de la cena, Ho Yin, uno de los escribas, y debí interrumpir mi atención hacia los enamorados.
Un día después, en una de mis visitas a las escuelas del reino, presencié uno de los exámenes a los alumnos sobre historia, en este caso a Shang Fang, el hijo del escriba de la noche anterior. El estudiante se acomodó para su examen oral frente al panel de profesores. Le hicimos una pregunta muy sencilla sobre dinastías, pero Shang Fang herró la respuesta; tras la siguiente pregunta sobre enfrentamientos bélicos, el joven permaneció en silencio y fue allí que, ante mi expectativa por su respuesta, reapareció el famoso director al grito de “¡Corte!” acompañado por un pequeño público que comenzaba a reír tras el vergonzoso error del estudiante. Es así que luego de una breve compostura y tras el grito de “¡Acción!”, el estudiante humillado retomó su lección mientras observaba las sombras del público que acarreaban sus butacas para retirarse. Yo quise ayudarlo a recomponerse, pero Shang Fan cerraba los puños e intentaba no llorar, ignorando mi auxilio.
Llegamos a las dos últimas anécdotas que soy capaz de contar con todo el dolor de mi corazón. La primera de ellas, ocurrió cuando una noche, luego de cenar, me llamaron urgentemente: Minyú había fallecido de muerte súbita y debía ir al velorio lo antes posible. Cuando llegué, yo me hospedaba en aquel tiempo en su misma calle, observé a todos sus familiares rodeando el cuerpo envuelto en sábanas, para brindarle el último adiós. No había nada que hacer ante la muerte, ya era libre y ningún director lo haría ponerse de pie. Sin embargo, fue ante el llanto de la viuda y sus hijos que, a modo de invocación, el Director salió de una de las habitaciones. Se escuchó la puerta cerrarse, violentamente seguida por el grito, sin el más mínimo respeto, de “¡Corte! ¡Necesito más emoción! ¡Más emoción! ¡Más llanto! ¡Se ha muerto, no lo volverás a ver! ¡Más emoción!” Y luego el tirano gritaba: “¡Acción!”. Fue así que despedimos, entre las permanentes intervenciones del director, a mi buen amigo Minyú.
La última anécdota tiene algo de perverso y algo de milagro. Había escuchado de situaciones similares en mi breve estadía en Lisuan- tú, pero aquella tarde, luego de terminar mi turno en la escuela observé a un hombre en lo alto del templo de Nanshan, que amenazaba con tirarse al vacío. Los ciudadanos malheridos por el tipo de vida miserable que vivían planeaban su suicidio de una manera poco original: la mayoría saltaba desde lo alto de los templos o monumentos, quizás, como la única oportunidad de sentirse libres. El hombre, luego de meditar una última vez, saltó con gran ímpetu y cayó como una gruya herida para nunca más levantarse. Sin embargo, una vez en el suelo frío, aplastado y mutilado, casi sin aire por la caída, logré observar que su cuerpo roto descansaba sobre una especie de gran almohadón. Fue cuando el director salió de su escondite, agitó los brazos y gritó “¡Corte! ¡Corte!”. Fue allí donde, absorto, presencié el milagro: el hombre se levantó, moribundo, y sosteniendo un brazo quebrado miró pidiendo piedad al director que llamaba a un asistente para que retocara las heridas, al tiempo que gritaba pidiendo un doble de riesgo: “¡Un doble! ¿Dónde está el doble?” Fue así como su intento fallido de suicidio dejó al hombre en la más completa humillación. Se había salvado de milagro y era esa su nueva condena. Partió escoltado por las cámaras.
La vida ya no era genuina, no valía nada. Era aquello que titilaba casi apagándose en el intermedio de un ¡Corte! y un ¡Acción!
Toma #2
Tiempo después, en meses de frío invierno, cambié mi residencia al palacio real, donde convivía con escribas y personas de alto rango, y obviamente con el director y sus asesores. Yo no experimentaba el proceso de posproducción de montaje porque no era nativo, a pesar de eso, quise partir y no regresar nunca más. Sin embargo, ocurrió algo que me lo impidió. La razón por la cual preferí permanecer en el reino de Lisuan-tú fue Xue, una bella joven cuyo nombre significó “nieve” hoy y siempre, y así como ella parecía que lo cubría todo en aquellos meses fríos. La encontré leyendo en uno de los jardines y grande fue mi sorpresa al descubrir que leía el Shuihu Zhuan, que bien podría significar A la orilla del agua, una novela clásica de la literatura China ambientada en la dinastía Song. Cuando levantó la mirada, se sorprendió al verme y para no asustarla le mostré mi más reciente lectura, el Shī Jīng, también conocido como el Libro de las odas y fue allí que nos reconocimos como iguales. Al principio, Xue no me hablaba y se refugiaba, de cierta manera en su lectura, me observaba de reojo y al ver mi insistencia por querer platicar, tomó el libro que leía y me develó un nuevo secreto. Si bien el léxico arcaico del Shuihu Zhuan me era dificultoso, me fue señalando palabras con sus pequeños dedos blancos, me dejaba espacio para memorizar y continuaba pacientemente brindándome su mensaje. Al terminar, repetí lo que ella me había enseñado con cierto temor: “No pueden hacernos nada mientras leamos”. Me pregunté si con eso hacía referencia al proceso de postproducción de montaje, que, me enteré luego, se limitaba a ciertas situaciones: la muerte, la vida cotidiana, el sexo, el alumbramiento, las guerras, el amor, pero al parecer, la literatura se veía exenta. De tal manera, lo que me quería expresar Xuan no era en sentido literal e interpreté: “Si leemos, seremos libres, aunque sea por un momento”. Me sorprendió un poco su actitud pasiva, pero luego comprendí que no había oportunidad de vencer. Otros reinos tenían leyes peores que regían sus vidas. Yo ya conocía el reino de Po, donde sus ciudadanos eran hábiles en el disfraz, tomaban otras identidades o cargos y aprovechaban para cometer excesos o, por ejemplo, aquel imperio donde sus habitantes podían desprender sus cabezas a voluntad e intercambiarlas. Lisuan- tú podía sobrevivir a aquellas costumbres y sacar provecho de ellas si…
Interrumpí mis reflexiones cuando vi pasar al director y a su séquito que nos observaron indiferentes por tener un libro entre las manos. Tanto Xue como yo permanecimos inmóviles hasta que pasó el último asesor de dirección y luego nos dispusimos a leer en silencio. El silencio en Lisuan-tú, parecía ser la última nota de la vida o de aquellos que querían vivir.
Pasó el tiempo y conocí más de Xue, una joven aristócrata que vivía en el palacio como protegida del rey, nacida durante la última guerra. Encontraba reposo en la literatura y me sorprendió que hubiera leído mucho más que yo, incluso libros de difícil acceso y muchos en idiomas desconocidos para mí. A pesar de su inteligencia, tenía una actitud resignada en muchos aspectos, resignación que escondía un poco de rebeldía, algo que seguiré sosteniendo, pero que prefería mantener en secreto.
Una tarde, la llevé al jardín de Qing Hui Yuan (y el lector precavido sabrá mis intenciones) para luego en la costa de Lisuan-tú ver el atardecer, mientras escuchábamos fragmentos de la banda sonora; una melodía repetitiva por una mala edición de video. No alcanzamos a distinguirla por sus frecuentes discontinuidades, pero nos hizo reír pensando que algo había comenzado a funcionar mal, y eso quizás era satisfactorio. En medio del diálogo que ahora avanzaba a regiones más íntimas observamos que no anochecía y que comenzaban a surgir en el horizonte algunas roturas en la pista de video.
Parecía que era necesario editar el mundo nuevamente.
Toma#3
Decidimos huir. Xue no logró soportar la humillación de la noche anterior donde el director y su séquito entraron en nuestra habitación a corregir quien sabe qué, a pedir un doble de riesgo, o dos, y a grabar mil veces la misma escena. Yo, en un momento, me negué a seguir los consejos del director que me sostenía frente a mis ojos un nuevo guion que debía representar, el cual rompí y dejé caer al suelo violentamente. “¡No!”, le dije, y para mi sorpresa, el Director no reaccionó, extrajo un nuevo guion de su sobretodo y me lo extendió. Parecía que disponía de todos los destinos de la humanidad en los bolsillos internos de su traje, pero a todos rompí aunque insistía en darme nuevos. Al final, sin poder resistirnos, cedimos y ya llegando el amanecer se fueron, tras obtener la escena que querían.
Junto con Xue nos dirigimos a la costa y subimos a una de las canoas pesqueras. Ambos llevábamos nuestros libros, algunos nos los habíamos colgado a modo de espadas, a la cintura. Los demás los ordenamos de manera que pudieran entrar todos. Decidimos leer en voz alta algún fragmento mientras hacíamos los preparativos para el viaje, no fuera a ser que apareciera el Director, ese ser tan extraño, que a modo de una sombra era mucho más real que nosotros y que el mismo mundo. Xue eligió el final de la novela que estaba leyendo la vez que nos conocimos…
Hasta aquí llega mi testimonio. Lo que sigue a continuación será contado por alguien que nos vio detrás sol. Futuras generaciones lo anexarán a mi relato con las correcciones pertinentes:
“El hombre y la mujer subieron a la canoa y comenzaron a alejarse de la costa cuando ocurrió. Mientras ella le leía y él remaba enérgicamente levantaron la cabeza al unísono, buscando quizás, más allá del horizonte interrumpido, a aquel que acechaba su caótico éxodo. En un momento, (y dudo si es veraz esta expresión, dado que el tiempo comenzó a resignificarse) ambos regresaron a la orilla, en reversa, a pesar de sus esfuerzos por avanzar. Luego, permanecieron estáticos, como pausados, sintiendo que alguien los miraba a través del sol. Con manos temblorosas tomaron los libros una última vez, pero no sabían cómo combatir aquel fenómeno que parecía por veces tan inofensivo y por veces, tan mortal. Tenía, como en el caso del fracasado suicidio, algo de perverso y algo de milagro.
La noche llegó repentinamente y después de un último beso se dieron cuenta que los habían apagado. Segundos después, ya moribundos, comenzaron a pasar los créditos, de este lado”.
(1) Posteriormente, este título doble (Un cuento Chino y A la orilla del agua) se reeditó con el título de: La resignificación del sujeto en Lisuan-tú: la filosofía del montaje de la vida y la mala edición del mundo, a causa de la confusión en una ponencia en la UNCuyo, en el marco de las XVII Jornadas de Existencialismo Latinoamericano. Esta confusión es clave para reconocer dos cosas. La primera, que hay muchas versiones del cuento; la segunda, que estamos en presencia de un texto arduamente corregido a lo largo de las épocas. Esto justificará los tormentosos anacronismos de los que será presa el lector.
Este texto ganó el primer premio del certamen de literatura y cine organizado por la Revista Trifulca.
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