Su nombre resuena en España y en Pinos Genil que organiza, desde hace ya dos años, un certamen de poesía sobre "Historias de mujeres", en la Clausura de las Jornadas sobre Berta Wilhelmi.
Mi poema se congració con el segundo lugar y aquí lo publico. ¡Muchas gracias al Ayuntamiento de Pinos Genil y a la Diputación de Granada por este reconocimiento tan bonito!
El
cantar de las flores
Una mujer llevando a otra, ambas vivas,
orgullosas y bendecidas.
Una, más grande, parece el mar bravío,
de corazón encrespado y salado,
aquel de jardines profundos y de
caracolas que recibieron a Alfonsina.
Otra, más pequeña, honra el velero
dibujado con carbón en las paredes del calabozo,
por la Mulata de Córdoba.
—Falta
que navegue—provoca
el vigilante, riendo.
—Mire
cómo navega—responde
la mujer.
Mi abuela cargando en el vientre a mi
madre, es como esa campesina, que
llevando granos, semillas y raíces,
aspira a alimentar al mundo.
Es esa guerrera de Japón, es Tomoe
Gozen levantando la katana,
luchando en las guerras Genpei y defendiendo los castillos:
a su alrededor caen los hombres y se
levantan las grullas.
Es esa mujer valiente, la vendedora
ambulante, la “madre coraje”
que huye de la guerra y que es símbolo
de alianza y de pérdidas irreparables.
Mi abuela embarazada de mi madre,
semeja un estramonio y es, a su vez,
la Flor
Blanca N°1 de Georgia O’Keeffe y La
feria de caballos de Rosa Bonheur,
esos de gesto desbocado y sorprendido
en carrera, como la tarde de Ada Salas.
Mi abuela Josefina Flores está en un
cuadro, es pintada por Mary Cassatt
y le está lavando, con dulzura de
óleos, los pies a mi madre.
Dentro de mi madre, en uno de sus
tantos óvulos, seguro estoy yo,
entre las montañas y los mares
rosados, gualdos y celestes,
como los imaginó Helen Frankenthaler.
Allí estoy, duermevela dentro de mi
madre, como en un poema
de Gabriela Mistral, yo soy su intento
de Ternura, su Niña errante y su Lagar.
Dentro de ellas dos, con ese calor tan
humano, se sienten
todas las formas del fuego, incluso
aquel que abrazó a Juana de Arco,
el mismo que incendió la fábrica Cotton de Nueva York, ese ocho de marzo.
Todas las luces arden dentro del
vientre: las cerillas, las estrellas y el brillo de los ojos,
incluso de aquellos apagados por la
violencia y el maltrato.
Es parte de la vida, pensarse tan
vulnerable, tan cuidada
dentro del líquido ambarino que forma
pequeñas olas de calcio, y entonces,
yo vuelvo a ser un barco, en cuyas
velas se trasparenta el sol más imperioso.
Mi mascarón de proa es una mujer
alada, como Berta Wilhelmi,
una mujer de color dorado que separa
los labios,
como cantando o lanzando un beso.
Yo insisto en mi abuela porque, aunque
su nombre no haya sido Ada Lovelace,
aunque su
nombre no fue Hipatia, ella me ofreció una historia,
me ofreció
un mundo de atardeceres en la orilla, corales y una madre.
Ella tejía,
desmenuzaba y deshacía como Penélope, como Ariadna o como Las Moiras;
en ese
vaivén caprichoso, casi sonámbulo y ávida de urdimbres,
al enhebrar
ofrecía, tejiendo, parte de mi memoria y de mi futuro.
Al pensar en
ella, en su sonrisa llena de violines como los de Maddalena Sirmen,
me pregunto
cuántas mujeres hay dentro de mí,
cuántas
manos, cuántos dedos, cuántos músculos escriben, desahogándose,
ahora,
conmigo estos versos libres, susurrantes y urgentes;
cuánta
sangre, cuantos huesos, cuántas voces acalladas de insomnio
remontan el horizonte
de estos verbos colmados de estrógeno.
Por eso, no
quiero dejar de gritar, por esta boca que yace escrita,
todas las
metáforas de la vida, todos los rostros que puede adoptar Dulcinea
y cada uno de
los nombres del amor, aunque se hayan olvidado.
No puedo
permitir que nos vayamos de este mundo cruel y hermoso
sin haberlo
convertido todo en la primavera de Emily Dickinson:
este poema
será tu pájaro que vuelve y tu árbol florecido.
Un árbol de
fruto generoso, donde mi abuela, como me contaba, en su infancia
llena de
ilusiones y de sueños puros, cosechaba las manzanas.
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